Textos y Apuntes de taller 

JOSE HIERRO

Pintor es – entre otras muchas cosas – ver, recordar lo que se vio, reinventar finalmente lo que la memoria ya había depurado . Así fue desde las primeras pinturas, realizadas sobre las paredes de la caverna hace miles de años. Incluso en las épocas en que la realidad es más evidente – pensemos en Velázquez o en el Goya de los retratos – la norma se cumple. Lo que sucede es que la distancia entre la contemplación y el recuerdo se produce en dos momentos muy próximos temporalmente: lo que tardan los ojos del artista en pasar del modelo al lienzo. El tiempo también pinta, como recordaba Goya, aunque con otra intención. Los impresionistas, aquellos que se proponían pintar el paisaje “con el sol a la espalda”, para evitar los efectismos, los juegos del claroscuro teatral, pintaban la realidad casi sin mirar al lienzo, evitando la función depuradora de la memoria. Y sin embargo, los resultados escandalizaron, en su momento, a quienes exigían que la pintura fuese trasunto, en dos dimensiones, de la realidad tridimensional.

 

 

Roberto Martín en su estudio vizcaíno – corto en palabras pero en obras largo – no ve las aguas y los cielos grises que tiene al alcance de la mirada, pinta lo que recuerda, la realidad vista o imaginada. Pinta – o inventa – su verdad perdida: “También la verdad se inventa” -, observó uno de nuestros poetas mayores. Su pintura es el cuaderno de bitácora de unas singladuras en el que deja constancia de lo visto y de lo que no vio, pero lleva en sus genes arábigo-andaluces. Pinta desde lo subterráneo, a la manera del medium, por cuya boca transmiten los espíritus profecías que él mismo no entiende.

 

Y así va reconstruyendo desde el recuerdo y la fantasía esas Samarkandas, Orientes de palmeras, arcos, tejidos, pavimentos y azulejerías erosionados, ennoblecidos por el estrago piadoso del tiempo. Nada semejante al pintoresquismo y exotismo de los románticos. Estos – pensemos en las Españas de pandereta de británicos y franceses – reflejaban – turísticamente – lo externo lo llamativo y diferente, lo extraño y ajeno que contemplaban por primera vez, con sorpresa. Roberto Martín registra en su agenda aquello que, secreta mágicamente, siente como suyo, vivido por él.

 

Quien se queda en el qué – el tema, lo superficialmente folclórico, las escenas de moros o de bandoleros, ahí se queda. (Ahí es la pintura de abanico o en la tarjeta postal). Pero al artista de raza le preocupa el cómo. El tema es siempre el pretexto. En una naturaleza muerta – Zurbarán, Cézanne, Juan Gris – lo importante no son las manzanas, los membrillos, las uvas, las botellas, las vasijas de barro, sino la pintura.(Perogrullo pudo haber dicho que en  la pintura lo fundamental, lo único, es la pintura.)

 

Y es aquí donde Martín pone el acento. Uno de los signos definitorios del arte contemporáneo es la reivindicación de la materia. Pacheco, el suegro de Velázquez, sintetizaba así las condiciones de la buena pintura: “Buena invención, buen diseño, buen colorido y bella manera”. La manera, la materia – sobre todo desde la irrupción de los “nuevos materiales” ha ido ocupando – en ocasiones hasta desplazar a los otros – un espacio mayor. En la pintura de Roberto Martín el refinamiento de la materia – la buena cocina necesaria (no como simple ejercicio de audacia) – se erige en protagonista. Materia que no consiste en engrosar la superficie del soporte con capas sucesivas de color sino (recuerdo lo de “cocina necesaria”) en alternar según las exigencias del guión las zonas de color diluído, que apenas cubren el soporte, con las trabajadas en capas sucesivas, veladuras, asperezas, efectos como si utilizase polvo de turquesas, oros de retablo, polvo de esmeralda, teselas de mosaico, vejez y esplendor de joyas envejecidas por el tiempo.

 

Porque tal vez sea el tiempo el que actúa y palpita en estas obras que, como pinturas que son, pertenecen a la tribu de las artes del espacio. Y ahora pienso en lo inútil que es divagar sobre el arte cuando las tenemos ante nuestros ojos: evidentes por sí mismas. Algo tan innecesario y frustrante como pedir a alguien que nos acompañe a un lugar desde donde se contempla la puesta del sol y tratar de explicar por qué aquello que está ante sus ojos es bello. Perdón.

 

        José Hierro

             Septiembre de 1.998